Valladolid me dio grandes momentos. Uno fue cuando en una de las actuaciones nos adentramos en unísono en el desierto con la música de Babel. Sentí algo. Otro... bueno, hubo otros y no sólo bailando, sino también cuando respirábamos aires de arte, risa, conexión, más risas, belleza, diversión... Sentí mucho más.
[Por favor, visitad el flickr de Carlos Cazurro. Tiene unas magníficas fotos.]
El Teatro del Silencio. Sentí lo máximo.
Que me revuelvan las tripas con imágenes, gritos, expresión contenida y llorada, que me llegue el olor de la inmundicia humana con el lenguaje de la danza, la interpretación; que me pongan la piel de gallina al mostrarme lo más terrible del hombre: las guerras, el capitalismo, la muerte, la soledad; que denuncien, que provoquen, que exciten, que ataquen, que insinúen... que el hombre puede ser nuestro mayor enemigo, que puede ser el ser más cruel y más bello al mismo tiempo. Que me conmueva una imagen desnuda, un abrazo entre el barro y el olor a quemado, a muerte, a suciedad y a estiércol. Hay quien se va, quien no soporta el espejo. Yo me quedo y disfruto de mi propia mierda, de la suya y de la de todos, y disfruto porque veo la sinceridad y la dignidad, a pesar de todo, de lo feo. La belleza de lo feo. Y me dejo llevar por los caminos incómodos, porque también son bellos. Son bellos porque son nuestros.
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