Una de las propuestas de Michelle ayer consistía en improvisar con "manos silenciosas". Si cogemos literalmente esa idea, procuraremos movernos sin hacer ruido, procuraremos que nuestras manos no hagan ruido. Pero para mí la propuesta fue más allá. Para empezar, las manos no pueden hacer ruido por sí mismas, a menos que las golpeemos contra el suelo o entre sí, por lo que tenía que ser algo más.
Sentí el silencio de los movimientos como la idea que tengo del silencio mismo y vi que lo podía materializar mejor si lo relacionaba con las caricias. Sí, esas caricias en las que rozas casi sin rozar, un poco con distancia entre piel y piel, casi sin tocar. Esas caricias en las que la aproximación puede hacer que no se dé el roce, sino a crear espacios y tiempos sutiles y conscientes donde los márgenes entre la distancia y el contacto se vuelven frágiles y por tanto sugerentes.
El silencio entonces se me antojaba como algo muy frágil, relacionado con todo aquello que se produce en un estado de quietud, suavidad, calma, como un concepto lleno de aire, de vacío... pero de un vacío muy lleno. La quietud, la calma interiores. El silencio es algo frágil porque parece que se puede romper enseguida y por eso es tan grande y tan pequeño a la vez. Lo asemejo a todos esos estados interiores de grande-pequeño, de todo-nada, en los que nos podemos dejar llevar por la sutileza de las negaciones: lo no tocado, lo casi acariciado, lo no dicho, lo sugerido, lo casi lleno, lo casi pensado, lo meditado... En todas esas negaciones se producen situaciones en las que nos movemos en los límites del todo y la nada, en las que podemos saltar las fronteras, ansiosos por no dejarnos en calma, y caer en horrores al vacío, horrores al vacío de un silencio, de un contacto, de movimientos, de pensamientos.
La quietud, la calma. Dejarse arrastrar porque no tenemos miedo a ser tan silenciosos, a no decir nada, a no tocar con la piel entera, a no pensar buscando conclusiones.
Y así, las manos, y por tanto el cuerpo, no es que se movieran para no hacer ruido, sino que disfrutaban de su silencio. Me vi dejándome arrastrar placenteramente por la sensación de no tener que decir nada, de no tener que mover nada.
El placer del silencio, el placer de la meditación, de asomarnos a nosotros mismos a escondidas pero sin ocultarnos, dándonos del todo. Son estados, todos ellos, de dejarse calmo y tranquilo al devenir de los procesos sin romperlos, sin hacer ruidos interiores porque estamos serenos y no tenemos miedo de romper los límites, porque disfrutamos de ellos al mismo tiempo, porque disfrutamos de esas "nadas" sin pretensiones, porque no tememos perdernos en un gran silencio o en una soledad en la que meditamos.
Las manos silenciosas mueven el resto porque ya nos hemos dejado llevar por un todo callado, con placer, como cuando nos dejamos llevar por un tiempo sin ansiedades de fin, por un espacio en soledad sin nada más que ella, la soledad, por unos momentos de meditación.
Meditar, silenciar dejándonos arrastrar por los hechos interiores en sí, sin que lo exterior condicione esos vacíos tan llenos, y disfrutar esos vacíos tan llenos porque se han hecho "todo" al sentirlos tan nuestros y tan sin miedos.
Así, en las líneas difusas de los estados mentales, nos movemos casi al límite del ruido, casi a punto de decir algo, de romper la quietud. Como cuando nos aproximamos a una caricia...
Saber dosificar los límites, las barreras, para no caer en el contacto explícito, la idea subrayada o la palabra remarcada. No hace falta. Esos márgenes tan pequeños son tan grandes cuando los disfrutamos en calma, que generan otro movimiento; un movimiento lleno de sutilezas que hablan por sí solas, que arrastran al resto del cuerpo, al resto del pensamiento.
Sin miedo al vacío, podemos dejarnos llevar por los límites de nosotros mismos, seguros de que si queremos podemos romperlos, pero conscientes de que queremos seguir disfrutando, sinceros, ante nuestros propios ojos interiores, de nuestro silencio, de nuestra soledad meditada.